Cada vez más niños y niñas salen de sus hogares y cruzan fronteras solos o acompañados. Se estima que el 16% de personas que emigran en el mundo tiene menos de 20 años. El porcentaje es mayor como en algunas regiones, como África subsahariana. Las edades más comunes se encuentran entre los 15 y 19 años y más de la mitad de ellos proceden de países en vías de desarrollo.
Hay niños que migran con sus padres o uno de ellos buscando oportunidades, para ellos y para las familias que se quedaron esperando algún respiro en forma de remesa. Algunos de los más pequeñines, sin saberlo, viajan en el vientre de sus madres a tierras lejanas y nacen por el camino o en el lugar de llegada.
Muchas de estas familias de migrantes se exponen a ser discriminadas y a menudo afrontan situaciones de grave pobreza y exclusión social en los países de destino y de tránsito. Los más expuestos son los que carecen de documentación de identidad o permiso de residencia, pues tienen enormes dificultades para acceder a servicios tan básicos como la salud, han de vivir permanentemente con el miedo a ser arrestados o expulsados, o incluso pueden llegar a ser internados en alguna de las cientos de comisarías y centros de detención que llenan los países de todo el mundo. CIES, los llamamos en España.
Todas estas circunstancias impactan de lleno en el bienestar de los niños, comprometiendo en muchas ocasiones su salud física y mental (la incidencia de esto último es realmente inquietante) y dificultándoles el disfrute de derechos tan básicos para ellos, como la educación, el juego o crecer con buena alimentación y en una vivienda digna y estable. Estas privaciones y experiencias tendrán consecuencias de por vida y en muchas ocasiones les impedirán desarrollar todo su potencial.
Niños que viajan solos
Entre los más vulnerables, también se encuentran los niños que viajan solos, los que huyen de situaciones de conflicto y persecución o los que tienen algún tipo de discapacidad.
Cuando los niños y niñas viajan solos, aumenta exponencialmente el riesgo de ser víctimas de trata, de sufrir todo tipo de violencia o explotación de manos de las mafias u otros individuos o de poner en peligro sus vidas cuando desafían las medidas de control de fronteras más despiadadas. Un riesgo que demasiadas veces se torna en realidad, como nos cuentan consternados las personas y organizaciones que atienden a los miles de niños que intentan cruzar la frontera que separa Estados Unidos de México.
Algunos de ellos, por increíble que parezca, sólo tienen meses cuando llegan solitos en pateras a nuestras costas acompañados de adultos que ni siquiera son sus progenitores… La vulnerabilidad con mayúsculas, pues muchos de ellos terminan desapareciendo sin dejar huella. Esto pasa en nuestro entorno cercano, pues la Unión Europea no cuenta todavía con un registro de bebés llegados a las costas, tal como denuncia el Defensor del Pueblo.
Los “menores extranjeros no acompañados”( MENA) –así los denomina la legislación– raramente reciben la protección adecuada y son habitualmente sometidos a pruebas para determinar su edad a través de procedimientos con dudosos criterios científicos y con un margen de error demasiado alto, que en muchas ocasiones perjudican sistemáticamente sobre todo a los niños de entre 16 y 18 años. Un paso a la edad adulta impuesto y acelerado.
Tampoco lo tienen fácil los niños que proceden de zonas en guerra o extrema violencia. Llegan muy abrumados por las experiencias traumáticas que muchos de ellos han vivido en sus países de origen (conflictos armados, persecución, violaciones…) Y, por si fuera poco, siguen afrontando en muchas ocasiones dificultades para ejercer su derecho al asilo o la protección internacional. Los trámites suelen ser demasiado largos y no están adaptados a ellos. Tampoco hay mecanismos suficientes ni para facilitar la salida de los países de origen de estas personas, ni para identificarles dentro de grupos numerosos de migrantes en los centros de asistencia humanitaria de las zonas fronterizas.
Pero los que se mueven de un lado a otro no son los únicos niños que viven en sus carnes las luces y sombras de la realidad migratoria. Millones de niños en el mundo se quedan en sus lugares de origen cuando sus padres emigran, afrontando una terrible ausencia sin tan siquiera una fecha de vuelta marcada en rojo en el calendario. Suelen quedarse a cargo de los abuelos u otros familiares o vecinos, pero los hay también que aun siendo muy niños, tienen que cuidar de sus hermanos más pequeños y asumir pesadas responsabilidades domésticas. La mayoría vive con el sueño de poder reunirse algún día con sus padres. Algunos lo consiguen, otros muchos no. Tanto en un caso, como en otro, la vida no se les presenta fácil.
Un niño, ante todo y sobre todo, es un niño
Un niño, ante todo y sobre todo, es un niño. Parece obvio, pero cuando hablamos de migraciones, no lo es tanto. Por incomprensible que parezca, en el momento que un niño entra en el campo de aplicación de una legislación migratoria, sus derechos se difuminan. Como si el estatus de “migrante” tuviera tal fuerza que pudiera arrancarle de un tajo su condición de niño. Y no digamos si su estatus además de ser “migrante”, está acompañado de otros calificativos. La palabra “niño” termina pervirtiéndose a través de un sinfín de categorizaciones que se utilizan por razones analíticas, legales o administrativas (“indocumentados”, “en situación irregular”, “no acompañados”, “separados”, “víctimas de trata de seres humanos”, “refugiado”, “solicitante de asilo”, etc.). Y al final, lo que provoca este palabrerío es que, los niños terminen recibiendo un grado diferente de protección o disfrute de sus derechos, en función de la “categoría” en la que los encasillemos. Esto se hace en clara violación de la Convención de los Derechos del Niño, cuyo principio más fundamental es que todos los niños en cualquier lugar del mundo y en cualquier circunstancia tengan los mismos derechos.
Muchas leyes migratorias incumplen descaradamente las obligaciones que los propios Estados han asumido para proteger los derechos humanos. Y también quebrantan, como decíamos, el instrumento de derechos humanos que más consenso ha generado en la Historia (lo han ratificado 193 países del mundo) y que se adoptó para aportar ese “plus” de protección que necesitamos las personas cuando somos niñas y niños, por la especial vulnerabilidad a la que nos enfrentamos en este período de la vida.
A lo largo y ancho del planeta, millones de niños no pueden disfrutar de sus derechos y del acceso a servicios sociales básicos (salud, educación, protección social) a causa de su situación migratoria o la de sus padres. Los más afectados son los niños en situación irregular acompañados, porque la ausencia tanto de leyes que reconozcan expresamente sus derechos, como de mecanismos específicos que les protejan, les condenan en muchos países a la invisibilidad. Pero no son los únicos. En demasiados lugares, los niños no acompañados, los que han presentado una demanda de asilo o los que son potenciales víctimas de trata, a pesar de que les amparan en muchos países marcos legales de protección más explícitos, tampoco reciben la protección prevista por las normas internacionales.
Infinidad de obstáculos legales y prácticos provocan esta situación y las cosas avanzan bien poco, dada la ausencia de respuestas firmes por parte de los Estados que se construyan a partir del respeto a los derechos humanos, y no de la búsqueda de intereses económicos, de seguridad o de gestión migratoria. Es un conflicto de intereses totalmente irreal, porque ante los derechos de los niños, nos queda claro a todos hacia qué lado debe inclinarse la balanza. Que nos lo pregunten a padres o abuelos. Es lo que la Convención de Derechos del Niño denomina “interés superior del niño” y que obliga a priorizar SIEMPRE el interés del niño frente a cualquier tipo de consideraciones sobre política migratoria. Cualquiera.
A menudo, a los niños migrantes se les criminaliza por el simple hecho de entrar en un territorio sin que nadie les haya invitado, al igual que se hace con sus padres. Hay niños que son privados de libertad de movimiento junto con adultos por el solo hecho de no tener autorizaciones para pisar el suelo donde se encuentran o donde les han llevado. Una aberración que ocurre también en territorio europeo.
Los hay que no tienen la posibilidad de ser tratados si se encuentran mal o si tienen asma, sea porque las leyes no lo contemplan expresamente, sea porque les piden dinero que no tienen u otro requisito que no entienden, sea porque sus propios padres, al no tener este derecho reconocido, no saben o no encuentran valor para personarse en un lugar donde podrían discriminarles, identificarles y expulsarles. Incluso en España hay organizaciones que están empezando a denunciar que estas situaciones se están dando como consecuencia de la aplicación de la nueva legislación que restringió el acceso a la asistencia sanitaria. A pesar de que los niños y las mujeres embarazadas (que no el resto de adultos en situación irregular) tienen reconocidos iguales derechos que la población autóctona, en la práctica hay casos de personas con nombres y apellidos que no están pudiendo recibir asistencia cuando la necesitan. Y, de verdad, las personas migrantes, por lo general, no suelen ir al médico si no es por pura necesidad…
El bienestar de los niños está intrínsecamente vinculado al de sus padres. Los Estados deben tener en cuenta que las decisiones políticas y las normas que adoptan para restringir los derechos económicos, sociales y culturales de los adultos inmigrantes también tienen un impacto sobre los niños y sobre la vida familiar. Los padres, además, se ven impedidos de su obligación –y también del deseo más humano que puede existir– de garantizar un nivel de vida adecuado a sus hijos. Por eso, no se pueden seguir adoptando políticas y normas migratorias sin evaluar primero el impacto que tienen para la infancia.
Y la lista de vulneraciones de derechos es interminable. Millones de niños migrantes o hijos de migrantes en situación irregular quedan excluidos de los programas de protección social frente a la pobreza y exclusión en los países de origen, tránsito o destino. Otros tantos ven violados sus derechos de vivir en familia, por culpa de condiciones de reagrupamiento familiar que jamás podrán alcanzar. Niños que difícilmente acceden a la educación (en Europa, a la educación no obligatoria fundamentalmente) y que, de recibirla, no tiene unos mínimos estándares de calidad o carece de enfoque inclusivo. Niños que sufren discriminación y xenofobia o son víctimas de abusos y violencia. Niños a los que jamás se les escucha, en ningún proceso administrativo o judicial en el que se decide su edad, admisión, residencia o expulsión o la de sus padres…
Al complejo puzle de las migraciones hay que darle la vuelta
Esta descripción que hacemos no se limita necesariamente a países con un bajo desarrollo humano. Se dan cada día, delante de nosotros, en países como el nuestro. Por eso muchas organizaciones nos vemos obligadas a hacer sonar continuamente las alarmas.
Es necesario que las personas que toman las decisiones en materia migratoria se den cuenta de que la infancia tiene una vulnerabilidad muy marcada en el complejo puzle de las migraciones y que hay que mirar esta realidad cara a cara para darle la vuelta.
Hay que empezar, por tanto, por conocer de qué estamos hablando. En general se conoce poco de la situación de la infancia en el ámbito de las migraciones. Hacen falta más datos desglosados por edad, sexo, situación administrativa y más análisis específicos de la situación de la infancia.
Se necesita evaluar el impacto que tendrán las normas y decisiones migratorias en la vida de los niños antes de adoptarlas y también hacer seguimiento de su implementación cuando entran en vigor. En caso de duda o de que se demuestre un impacto negativo en la infancia, siempre debe primar la medida que más beneficie al niño.
También es fundamental hacer políticas migratorias y de asilo que tengan como límite el respeto de los derechos humanos, tanto de los niños, como de los adultos, pues es utópico que podamos garantizar a los niños el disfrute de sus derechos, si no lo hacemos también con sus padres.
Los niños, independientemente de su situación administrativa, tienen que tener acceso en la ley y en la práctica a los servicios sociales básicos en condiciones de igualdad con la población autóctona, incluidos la salud, la educación, la vivienda y las medidas de protección social frente a la pobreza, exclusión, violencia y discriminación.
Nunca se debe criminalizar ni privar de libertad a un niño en razón de su condición migratoria o la de su familia. Se deben adoptar medidas alternativas que salvaguarden su derecho a la libertad, a la vida familiar, a la educación, a la salud y al juego.
Los niños acogidos en cualquier dispositivo en los países de tránsito o de destino deben recibir una atención especializada y apropiada y no ser dejados en desamparo.
Los niños y sus padres deben poder migrar a través de canales de migración regulares, por eso es necesario promover el acceso a los mismos. De lo contrario, el proyecto migratorio se convierte en una aventura de extrema peligrosidad –debido también al endurecimiento del control de fronteras– y que desencadena una separación familiar prolongada y otras violaciones de los derechos de la infancia.
Los niños son sujetos de pleno derecho, por eso deben estar informados, con un lenguaje que entiendan, de cuáles son sus derechos y en qué situación se encuentran. Su voz debe ser escuchada siempre en todos los procesos, por complejos que parezcan.
En definitiva, los procesos migratorios impactan muy directamente en la vida de los niños, pero nunca deberíamos permitir que impactasen también en sus derechos.
Por Sara Collantes (Responsable de Políticas de Infancia y Desarrollo. Dirección de Sensibilización y Políticas de Infancia UNICEF Comité Español) Fuente revista-critica.com
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