Los grandes utopistas como Tomas Moro, Campanella, Bacon, Harrington recogían así, en sus obras, la crítica a la injusticia social, el rechazo a la tiranía y a la explotación, la fe en la función liberadora de la ciencia y de la técnica para liberar al ser humano de sus limitaciones, y anhelos de este tipo.
El rechazo a las utopías en nuestro tiempo
En la actualidad, este género utópico no despierta ya interés como tal, o es abiertamente rechazado y tachado incluso de absurdo, ingenuo o frívolo. Porque se ve como un puro fantasear inútil que diseña apriorísticamente escenarios ideales en vez de llevar a cabo un análisis concreto de la sociedad y de sus posibilidades reales de transformación. Se considera que cualquier intento de disminuir la negatividad de las situaciones sociales en favor de sus aspectos positivos ideales no debería olvidar que lo positivo y lo negativo suelen ser aspectos siempre unidos en un mismo proceso, por lo que es imposible inaugurar, sin más, una dinámica social exclusivamente positiva. Lo que ha desacreditado, por tanto, a estas utopías ha sido presentarse como eutopías, o sea, como topos o lugar de lo exclusivamente bueno, proyectando su localización en un futuro posible de cuya factibilidad no se dudaba en absoluto. Era como si se quisiera dar a entender que esa sociedad ideal se podía implantar en cualquier parte y en cualquier momento, con tal de que los seres humanos, mediante la persuasión o de cualquier otra forma, se convencieran de su conveniencia y de su bondad intrínseca.
No obstante, este rechazo no significa que el anhelo utópico, como tal, haya desaparecido de las aspiraciones individuales y de la dinámica social en nuestro mundo contemporáneo. Tan sólo ha cambiado de apariencia y de ubicación. Ha pasado de ser una mera fantasía literaria a convertirse en el sentido de una determinada manera de entender el progreso de la historia. Una idea muy arraigada en Occidente, especialmente durante los últimos siglos, es esta de que la historia y su proceso evolutivo es lo que llevará a su realización la definitiva utopía humana como reino de la libertad y de la sociedad perfecta. De un modo o de otro, se ha creído que cualquier mejora de las condiciones sociales existentes se tiene que considerar como un simple momento de una difícil y laboriosa transformación de las condiciones materiales de la sociedad en el interior de un proyecto que la historia va modelando y realizando a través del esfuerzo conjunto de la humanidad. La utopía no es, por tanto, como creyeron los autores antiguos, un ideal o una meta para un individuo o grupo de individuos, sino que es el proyecto del hacerse mismo de la humanidad, de su construcción, de su felicidad y de su perfeccionamiento universal a través de la historia.
El deseo de un crecimiento indefinido
Se me podrá objetar que el optimismo de este planteamiento, que era, en efecto, el de los filósofos dialécticos, revolucionarios políticos, inventores científicos, y “progresistas” en general de los siglos XIX y XX, hoy ya, en el siglo XXI, no es compartido, sino que más bien ha ido siendo sustituido por un pesimismo creciente en relación con nuestro futuro. Pues bien, las cosas a veces pueden no ser lo que parecen. Nuestro mundo ya globalizado sigue impulsado por una utopía, en sentido literal, que es la del crecimiento económico y tecnológico indefinidos como proceso del que se espera, con mayor o menor conciencia, la solución de todos los problemas que nos plantean nuestras limitaciones físicas y psíquicas, y los retos que surgen de nuestra vida en sociedad. Se cree, de un modo u otro, que este crecimiento indefinido permitirá por fin a la humanidad, en algún momento futuro más o menos próximo, alcanzar la completa satisfacción de su continua búsqueda de felicidad. Aunque esto pueda ser sólo un mito, o una fantasía, se trata, en realidad, del mito más extendido y operativo de nuestra época, y el que goza de mejor salud en una civilización que se jacta de haber dejado atrás las supersticiones para guiarse sólo por la luz de la razón.
El desarrollo del modelo capitalista y los espectaculares avances científico-técnicos que se han producido en los dos últimos siglos, han transformado de manera importante a las sociedades actuales, pues han hecho que aumenten los niveles de vida allí donde han logrado desarrollarse con éxito. Los índices de bienestar material se han visto elevados muy considerablemente si se los compara con los de los países no capitalistas, o que han permanecido en sus formas de producción y de distribución tradicionales. El logro de la riqueza, por lo tanto, el disfrute de los productos de consumo cada vez nuevos que ofrecen los mercados y la competitividad han impulsado esta utopía de un crecimiento económico y tecnológico indefinidos presentándose como los medios definitivos para conseguir una vida feliz.
Al servicio del mercado
No es discutible, pues, que el capitalismo ha creado un entorno socioeconómico nuevo, en el que las condiciones materiales han mejorado de manera constante. También es cierto, sin embargo, que este desarrollo ha tenido efectos menos positivos que forman parte del funcionamiento mismo del sistema, como la lucha de clases, la inestabilidad, las crisis, las desigualdades extremas actuales, los riesgos de todo tipo que se siguen de los mismos avances científicos y tecnológicos, en particular la destrucción imparable y cada vez más preocupante del medio ambiente. Al servicio del mercado, el objetivo último de la tecnología es transformar el mundo natural, refractario o indiferente a nuestros deseos, en otro que resulte tan coincidente con nuestras aspiraciones y caprichos que no notemos diferencia alguna entre éstos y lo que podamos obtener de ese nuevo mundo tecnológicamente transfigurado. Un mundo, por tanto, de confort, de comodidad, que nos obedezca sin esfuerzo por nuestra parte, y que se adapte en todo a nuestra imaginación y a nuestra voluntad. Un mundo constituido, en suma, tan sólo por la satisfacción continua de lo que se nos pueda ocurrir y de lo que podamos querer, incluso de aquellas cosas que hubiéramos podido considerar con toda razón inalcanzables. Todo el conjunto de artefactos tecnológicos o electrónicos comercializados, objetos que nos permiten, por ejemplo, acumular inmensas cantidades de música, películas, fotografías o una biblioteca digital de 25.000 volúmenes en un chismecito que cabe en cualquier bolsillo y cuyas páginas podemos ir pasando con sólo mover un dedo. Toda la variedad de productos informáticos cada vez con más prestaciones y funciones, y cada vez más fáciles de usar, dóciles, sumisos, obedientes, prometen, expresan y ofrecen una felicidad consistente en sensaciones de placer, conmociones de alegría y de sorpresa distribuidas en dosis frecuentes. Todo ello por el módico precio que implica su adquisición y posesión cuando se los compra.
El deseo subordinado al consumo
El consumismo, pues, impulsado por la propaganda comercial, ha convertido el poder adquisitivo y los niveles de compra de los ciudadanos de un país en la mejor medida de su grado objetivo de felicidad y de proximidad a la utopía. Porque el poder adquisitivo logrado es lo que justifica el esfuerzo y el duro trabajo, la competitividad y la lucha por la ganancia económica. Ese poder de compra se siente como la justa compensación obtenida para alcanzar y disfrutar de la así merecida felicidad. De ahí el intenso placer que nos produce tirar a la basura las cosas que poseemos y que ya no nos resultan atractivas para comprarnos otras que ahora deseamos. Esta plenitud del disfrute del consumidor es lo que se identifica hoy con la plenitud de la vida. O sea, el volumen de nuestra actividad consumista y la posibilidad de adquirir continuamente nuevos objetos en sustitución de otros, aunque no los necesitemos para nada, es el principal índice para medir distintos elementos de nuestra plenitud de vida, tales como nuestra posición social, nuestra autoestima en el marco de la competición por el éxito, y nuestro mayor o menor sentimiento de autorrealización. En suma, se tiene la convicción de que las posibilidades de una vida digna, gratificante, una vida que valga la pena vivirse, dependen, ante todo y sobre todo, de todo eso que miden las cifras oficiales del crecimiento económico. Las imágenes de la publicidad comercial llenan la pantalla infinita de la sociedad de consumo. El espectador vive en una realidad saturada de imágenes que subordinan su deseo a los fines de la economía del consumo: no hay nada que desear más allá de un cuerpo joven, de la ostentación de un coche de lujo, del glamour de un perfume de impacto. Y los que no compran quedan relegados a la infelicidad.
El problema es que esta utopía tiene consecuencias importantes: la persecución desenfrenada de la riqueza y del crecimiento genera un hiperindividualismo que rompe la solidaridad y la cohesión social, y desencadena un productivismo que destruye el medio ambiente y amenaza con socavar las condiciones de nuestra supervivencia en el futuro. En la declaración final de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, celebrada en Río de Janeiro en 1992, se puede leer esto: “La causa principal de la degradación continua del planeta es un esquema de consumo y de producción no viable, en particular en los países industrializados”. Las propuestas que se hicieron, a partir de esta constatación, para preservar la Tierra se han quedado en simple papel mojado. Veintidós años después las cosas han empeorado mucho. Las emisiones de CO2 han aumentado un 10% de media, siendo las de EEUU de un 18%. Con la industrialización de China e India, el CO2 aumenta cada año en 8.000 millones de toneladas. El clima se recalienta, el agua potable empieza a escasear, los bosques desaparecen, muchas especies vivas están en vías de extinción, desaparece la capa de ozono, proliferan las lluvias ácidas, se agotan y contaminan las aguas subterráneas, etc.
Conflicto entre utopía y razón
En suma, nuestra mentalidad consumista hoy dominante y cada vez más globalizada, tanto en economía como en política, no es capaz de responder a los retos globales que pesan sobre el futuro de la humanidad. El capitalismo neoliberal hoy radicalizado socava la convivencia pacífica al agrandar las desigualdades y hacer cada vez más difícil la democracia. Por otra parte, la máquina de producción y consumo marcha incontroladamente hacia la destrucción progresiva de las condiciones materiales de supervivencia, y es ingenuo pensar que vaya a detenerse para cambiar su velocidad y su rumbo. ¿Significa esto una crítica retrógrada al capitalismo y a la tecnificación? Pues no necesariamente. Lo que se debería plantear es la cuestión de cómo continuar mejorando las condiciones de vida de más gente sin hundirla en un modelo productivista–consumista “utópico”, y este adjetivo significa en este contexto entonces disparatado, engañoso, mítico y nefasto para la humanidad y para el planeta. Hoy la economía es mundial, como lo es también la protección del medio ambiente, la necesidad de justicia social, la defensa de los derechos humanos, y tantas otras cosas más. Por ello los retos son grandes, porque no se trata sólo de cambiar la mentalidad, sino, más aún, de cambiar la forma de vivir de casi todo el mundo. Y esto no es en absoluto probable que vaya a suceder. No obstante, deberían encontrarse cuanto antes alternativas, y trabajar en medidas de reorganización y de autoprotección, en lugar de mirar sólo el corto plazo. La utopía del crecimiento económico y tecnológico indefinidos tiene una fuerte carga emotiva con poderes motivacionales profundos, y ha arraigado en la mentalidad de los individuos de ya casi la totalidad del planeta determinando en gran medida sus ideas, expectativas y acciones al margen de las reglas lógicas que funcionan en el nivel de lo racional o de lo consciente. En este sentido se constata un conflicto importante entre utopía y razón. Pues aunque es posible reconocer el valor proyectivo de la imaginación utópica y su fuerza persuasiva, desde una apuesta clara por la razón estas fantasías deberían desenmascararse como pertenecientes al puro ámbito de los prejuicios, de las ilusiones infantiles y de las creencias infundadas nada inocuas. ©
Por Diego Sánchez Meca (Catedrático de filosofía de la UNED) Fuente revista-critica.com
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